MEDIA COLUMNA
Llámales adversarios si quieres
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
jorgemorelli.blogspot.com
"Dejo mi cadáver a mis adversarios como una muestra de desprecio, porque ya cumplí la misión que me impuse". Esta es una de las sentencias más duras que haya escrito ser humano alguno, sin precedentes que yo conozca en la historia de la humanidad. La sentencia perseguirá a sus adversarios mientras vivan.
La historia política de Alan García tiene un vínculo misterioso con la de Getulio Vargas -cuatro veces presidente de Brasil desde 1930, fundador del populismo sudamericano, padre del Partido de los Trabajadores, creador de Petrobrás-, quien gobernara hasta su suicidio en la Presidencia en 1954. He aquí su carta: “No me acusan, me insultan; no me combaten, me calumnian y no me otorgan el derecho a defenderme (…). Sigo el destino que me he impuesto. (…) He luchado mes a mes, día a día, hora a hora, resistiendo una presión constante, incesante, soportando totalmente en silencio, olvidándome de mí mismo, tratando de defender al pueblo que ha quedado desamparado. Nada más puedo darles salvo mi sangre (…) ofrezco mi vida en holocausto. Elijo este medio para estar para siempre con vosotros. Cuando los humillen, sentirán mi alma sufriendo a vuestro lado. Cuando el hambre golpee vuestra puerta sentiréis en vuestro pecho energía para la lucha por vosotros y vuestros hijos. Cuando os vilipendiaren sentiréis la fuerza de mi pensamiento para reaccionar (…) Al odio respondo con el perdón. Y a los que piensan que me han derrotado les respondo con mi victoria (…) Doy serenamente el primer paso hacia el camino de la eternidad y salgo de la vida para entrar en la historia”.
Es irrelevante si Alan García conoció o no esta carta. Probablemente sí. Era un buen conocedor de la historia. Al cabo, aunque desde orillas opuestas, Alan García y Getulio Vargas se quitaron la vida por la misma razón que el general cartaginés Aníbal o el ciudadano romano Marco Junio Bruto, asesino de César: porque no quisieron caer en manos de sus enemigos. En Roma cuando un patricio perdía en la lucha política, se le permitía el privilegio de marchar a su casa a quitarse la vida con honor. Esto puede parecer extraño y ajeno a nosotros. Pero en la historia política universal esa ha sido la norma. Lo nuestro es la excepción. Si un romano observara la política actual quizá diría que nuestras luchas son vacías porque no hay en ellas ni palabra ni honor. Alan García sabía esto, conocía la historia y se medía a sí mismo por ese parámetro. García no pensaba dentro de la caja en que estamos. Sabía que hemos caído en una trampa.
Hoy mismo, la mayoría de la gente en el Perú sabe que esto tiene que cambiar. Y pide terminar con el odio. No han terminado de comprender aún. El odio es una emoción. Lo que a nosotros nos ocurre no es producto de una emoción. Es un diseño fríamente calculado para generar el Terror con el objeto de capturar el poder, con elecciones o sin ellas. El Terror se tiene que detener ahora o alcanzará su objetivo. De buena fe preocupa a algunos que detener esta patología pueda significar que prevalezca la impunidad. Hay que deslindar tajantemente de ese espejismo. Los juicios van a continuar, pero la barbarie se tiene que detener. La prisión sin acusación fiscal es una violación del derecho mayor aun que la de la impunidad, porque es menos atroz la libertad de un culpable que la prisión de un inocente.
Si García volvió, como Alberto Fujimori regresó sin tener que hacerlo, nunca faltará quien con mezquindad y cinismo diga que en ambos casos fue un error político. El espíritu no les da para más. Pero la verdad simple es que ambos volvieron por una cuestión de honor. En tiempos posmodernos la vieja noción del honor yace hoy ya casi extinguida. Quizá hay que saber algo de historia para no ser esclavo de la pequeñez de alma. García prefirió la muerte a caer sin honor. Llámale miedo si quieres, pero quienes desde la antigüedad ejercieron el poder en cualquier tiempo o lugar no hallarían deshonor alguno en obrar como un ciudadano romano.
El verdadero mensaje, sin embargo, es que hemos caído en una trampa donde un brazo de la tenaza es una justicia subordinada a un objetivo político y el otro, una ofensiva mediática despiadada orientada al mismo fin. Son las fauces del Terror. Ha llegado la hora de ponerle fin.
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