EL ESTILO OLLANTA
Analista político
El binomio crecimiento-programas sociales requiere que estos últimos se expandan y alcancen a un número mayor de beneficiarios (Foto: Andina).
En pocas semanas el presidente Ollanta Humala cumplirá dos años en funciones en medio de una oposición política institucional cada día más efervescente. Sin embargo, esto no parece hacer mella a su popularidad, lo que muestra una vez más la distancia entre la política y la sociedad.
En efecto, todas las encuestas lo favorecen con índices de aprobación ciudadana por encima del 50%, solo superado por su esposa Nadine Heredia (61% en abril). Sorprende la aprobación de este Gobierno, por ser algo poco común en el Perú cuando de presidentes y políticos se trata. Basta recordar que, al culminar su segundo año de gobierno, Alan García apenas tenía 26%, y que Alejandro Toledo llegó incluso al 9%.
La popularidad de Ollanta sugiere que la opción de mantener el crecimiento económico mediante la promoción de la inversión privada, especialmente en actividades extractivas exportadoras, así como la creación de programas sociales de alivio a la pobreza e inclusión social, cuentan con el respaldo de un gran sector de la población. Evidentemente, hay expectativas de ciertos sectores respecto de programas como Cuna Más, Beca 18, Juntos y Pensión 65, en los que los beneficios son tangibles. Crecimiento económico con programas sociales es, hasta el momento, la fórmula que funciona.
Esto es así porque parece haberse instalado con fuerza, en la opinión pública y en el Gobierno, una visión economicista de la política. Una por la que el cuidado de la economía predomina sobre cualquier otra consideración política o social. Nadie desea que la situación económica decaiga, porque ello significaría menor bienestar y menor consumo, así éste venga acompañado de altos niveles de endeudamiento. La sensación de mejora, un hecho inédito en el Perú de las últimas décadas, es muy extendida, y no se puede desdeñar. En su versión radical, incluso se rechaza violentamente cualquier intento de regular la apropiación de los espacios públicos con fines económicos particulares, como los episodios de La Parada, el tránsito limeño o la minería informal. No debería sorprendernos, entonces, que un amplio sector de la población preste oídos sordos a las críticas contra el Gobierno que provienen de los políticos, la sociedad civil y los medios de comunicación.
Pero el economicismo también está instalado en el Ejecutivo. Desde el primer día, éste se ha mostrado dispuesto a cambiar de plan de gobierno y de aliados (de la “gran transformación” a la “hoja de ruta”), a postergar reformas prometidas (Poder Judicial, salud pública), o a congelar medidas hasta nuevo aviso (plan nacional de derechos humanos, implementación de la consulta previa), con el único objetivo de mantener las condiciones que hacen posible la continuidad del modelo de crecimiento económico. De ahí que varios ministros, sobre todo de las carteras no productivas y que iniciaron sus gestiones con grandes bríos, hoy aparecen ganados por el día a día, apagando incendios aquí y allá, sin mostrar un rumbo sostenido o una visión más global de país.
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